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Reflexiones sobre identidad, lengua y territorio Lambayeque

Walther Maradiegue
Profesor visitante ICUSAT


La primera vez que lo conocí y pude conversar con él, el poeta kañaris Edwin Lucero Rinza me comentó que una de las principales cosas que sorprendía a escritores quechua en Lima y en otras partes de los Andes cuando conversaba con ellos era saber que en Lambayeque también se hablaba quechua. Si bien esta variante es una de las menos conocidas en los Andes, es hablada por algo más de 20 mil personas en nuestra región, con otra variante que se habla en la adyacente zona cajamarquina. Y no solo eso, sino que esta variante tiene una comunidad activa de escritores, maestros, lingüistas y artistas que promueven activamente la conservación de esta lengua y la producción de materiales literarios, educativos y musicales para su público hablante. Entonces, ¿por qué causó extrañeza en otras partes del Perú saber que en Lambayeque también se habla el quechua? ¿de dónde surge esta extrañeza de enterarse que en nuestra región no solo existen personas quechua hablantes, sino que también hay comunidades que se identifican como pueblos originarios?

Desde el siglo XIX en el Perú se ha instaurado una forma hegemónica de mirar el territorio, una forma de relacionarse con el espacio que se ha identificado como nación. Así, se diseminó la idea de que el territorio nacional podría dividirse en tres espacios que aparentan ser solo geográficos pero cuya división tiene un componente ideológico y racial. Todos hemos leído y escuchado de estos espacios, se llaman costa, sierra y selva. Miramos el mapa del Perú dividido en tres franjas desiguales, franjas cada una de color amarillo, marrón y verde. Escuchamos de estas regiones en la escuela, en canciones de música criolla, en novelas, en noticieros y en periódicos. A pesar de que esta forma de mirar el mapa nacional no tenga ni 150 años de antigüedad, pareciera que siempre ha existido, y que no hay otra forma de ver dicho mapa.

Y dentro de esta organización, la nación peruana y sus intelectuales -desde la literatura, la arqueología, la antropología y la geografía- instauró el sentido común que racializaba algunos espacios como indígenas y ciertos espacios como mestizos. Dentro de este esquema, la costa peruana fue pensada exclusivamente como mestiza. Es de resaltar que este orden de raza y espacio tuvo lugar recién a partir del siglo XIX, ya que en siglos anteriores la colonia española tenía definiciones de indigeneidad que correspondían a términos de religión, educación y oficio. Sin embargo, la modernidad andina entendió un ordenamiento del espacio nacional donde la costa era mestiza y un asiento del progreso, progreso que iría contagiándose a la sierra y a la selva. Si la costa era la sede de las principales urbes y de la vida civilizada, la sierra era solo la sede de las minas y de ciudades pequeñas, mientras que la selva era un territorio desconocido y despoblado que había que colonizar. Del mismo modo, ser indígena dejó de ser simplemente una categoría racial que designaba haber nacido en América de padres indígenas -como era el caso hasta el siglo XVIII-, y empezó a implicar la pertenencia a una raza vista como en decadencia, en constante ociosidad y embriaguez, y en extinción inminente. Este entendimiento ideológico propuso al mismo tiempo una incompatibilidad entre ser indígena y ser un sujeto moderno, por lo que se instauró como sentido común la idea de que la costa progresista no podía ser indígena, sino mestizo o incluso blanca.

Si bien para científicos como Hans Heinrich Brüning o Rafael Larco Hoyle ser Muchik era aún una marca de indigeneidad, estas miradas decayeron frente a la idea de que toda la costa era mestiza. Una de las consecuencias de este nuevo orden es que se entendió a grupos étnicos originarios de la costa (por ejemplo, las sociedades Muchik y Tallán) ya no más como tales, lo cual también la posibilidad de una indigeneidad costeña. En nuestra región se instauró un sentido común de mestizaje generalizado, lo que ha invisibilizado (a veces, violentamente) las historias y legados de comunidades indígenas, afroperuanas, tusán y nikkei. Este sentido común también ha sido alimentado por una imaginación arqueológica que sitúa el origen de la comunidad lambayecana exclusivamente en un pasado precolombino costeño idealizado, resaltando a menudo con afanes chauvinistas las culturas Moche y Sicán como origen exclusivamente costeño y obsesionado con el oro y el gobierno autoritario, lo cual deja de lado las influencias históricas de las sociedades altoandinas en aquellas ubicadas más cerca al mar.

Esta forma de ver y pensar el espacio nacional y el espacio regional de Lambayeque ha fomentado una identidad regional donde lo quechua no tendría cabida. Por ejemplo, son muy pocas las instituciones gubernamentales de la región que inclusive hoy en día ofrecen servicios y documentación bilingüe, y ni mencionar en instituciones privadas como bancos o centros comerciales. Las instituciones de educación escolar han ofrecido algunos avances en estos aspectos, aunque valga decir que esto se debe más al incansable activismo de maestras y maestros que resaltan la radical importancia de educar a niños quechua hablantes en su propia lengua y con los valores de su cultura, que en políticas multilinguísticas estatales. Gran parte de las conversaciones y conversatorios sobre el bicentenario de la Independencia en Lambayeque se han esmerado en construir secuencias temporales positivistas de los eventos que llevaron a la declaración de Independencia y a resaltar el rol de los supuestos “grandes hombres” de nuestra historia regional, y han preferido evitar hacer críticas a la vida republicana lambayecana y su constante olvido del aporte quechua a nuestras comunidades regionales. Y, por último, casi ninguna universidad en la región ha creado políticas y servicios interculturales que brinden a adolescentes quechua la oportunidad de reconocer en su propia cultura y en su propia tradición científica un lugar desde donde hacer aportes investigativos y tecnológicos desde perspectivas interculturales. Los pocos aportes institucionales que vienen desde museos como Sicán o Túcume, o desde el Instituto de Cultura de la USAT son valiosos, aunque deben ser articulados por políticas estatales mayores que aún son escasas sino ausentes. Si bien ciencias como la Antropología y la Sociología pueden ofrecer aportes para forjar una real educación intercultural, estos solo podrán ser efectivos si es que existen decisiones políticas. Estas decisiones debe necesariamente pasar por la necesidad de crear espacios seguro donde jóvenes quechua puedan realizarse personal y profesionalmente sin tener que aculturarse o renunciar a aspectos propios de su vida comunitaria.

Para concluir, debemos decir entonces que en el Perú es raro saber que se habla quechua en Lambayeque porque es una región históricamente racista y discriminadora, y que ha invisibilizado comunidades enteras dentro de su historia. Peor aún, estas comunidades han sido a menudo instrumentalizadas por políticos que veían en ellas la oportunidad de hacer actos populistas de caridad performativa. De esta inclusión excluyente con intereses puramente electorales ya deberíamos liberarnos.

Los desafíos de la interculturalidad en Lambayeque son inmensos, y no son muchos los espacios donde se hacen esfuerzos en esta dirección que partan desde políticas culturales que propicien el encuentro y el diálogo horizontal. Que esta celebración de la independencia sirva para mirar más allá de nuestros círculos sociales, de nuestras lenguas, para intentar un diálogo con el otro en condiciones horizontales.

* Antropólogo y Doctor en Literatura Latinoamericana

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