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Bodegones de Juan Gil: arte, muerte y memoria


Por: Víctor Hugo Palacios Cruz
Docente de la Facultad de Humanidades USAT


Del 15 de julio al 20 de agosto, podrá verse en la sala de exposiciones del Palacio Municipal de la ciudad de Chiclayo la muestra fotográfica “Miradas en claroscuro” de Juan Gil Salvatierra. Comparto mis impresiones sobre una muestra que recomiendo muchísimo visitar y que suscitará, no lo dudo, entusiasmo y asombro, pero también una sucesión de reflexiones inevitables, vibrantes y dialogadas.

Juan A. Gil Salvatierra (Chiclayo, 1971) es, además de un gran profesor universitario, un fotógrafo artista que, como todo buen amante y no mero ejecutor de su oficio, no se resigna a la repetición de lo ya conocido y adquirido, sino que se aplica con un inagotable ardor juvenil a la investigación, la experimentación y el aprendizaje permanentes. El suyo es un lente vivo e inquieto que transita sin cesar hacia nuevas técnicas y temáticas inexploradas.

Por estos días inaugura en la ciudad de Chiclayo una muestra fotográfica, “Miradas en claroscuro”, dedicada a un género ilustre en la historia de la pintura: el bodegón.
Una especialidad que, por cierto, puede definirse como una puesta en escena artificial –pictórica o fotográfica– que reúne, con luz controlada y un mayor gobierno en la composición, objetos de toda clase, afines o no entre sí y dispuestos según una intención alegórica o un propósito de orden puramente plástico y contemplativo.

En el bodegón los objetos se sustraen a su localización habitual y al ajetreo de su originaria inserción en un medio vegetal, humano o animal.
En un bodegón comparecen frutas, hortalizas, libros, copas, instrumentos musicales, utensilios cotidianos, animales de caza o de corral y hasta piezas manifiestamente simbólicas (una calavera, un reloj de arena). Posiblemente deba su apelativo de “naturaleza muerta” no solo al hecho de consistir en una representación de seres inanimados –lo inmóvil que se coloca a voluntad–, sino también al hecho de que se trata de elementos sustraídos a su localización habitual y, sobre todo, separados del trasiego de su originaria inserción en un medio vegetal, humano o animal.

A todo esto, en el último siglo y medio la progresiva aceleración de la técnica partió de la creciente velocidad de los medios de transporte, avanzó con la ansiedad del consumo provocada por la industria y llegó hasta la sustitución del saber profundo y duradero por la ráfaga de una información tumultuosa, inasible e incesante. Pero, sobre todo, ha llegado a la disolución digital de objetos y espacios, y a la temeridad de anhelar parecidamente la reducción del humano a un algoritmo volátil que navegue por la red sin anclas ni puertos de partida o de llegada.

El bodegón contrapone a la prisa la rebeldía del reposo y a la evaporación de las formas la afirmación de una materia vivificada por su propia maduración.
En todo lo cual se observa una tendencia, en verdad aterradora, hacia el desvanecimiento de los contornos de las cosas y la pulverización de lo sólido. En una era, en suma, en que ya ni siquiera se desea la posesión y el domicilio, sino tan solo el uso, el desecho y la novedad, más aún luego de una pandemia que ha vuelto a tentarnos con el antiguo sueño del triunfo sobre la muerte gracias a la supresión del cuerpo, precisamente ninguna especialidad artística más contestataria que el bodegón, que contrapone a la prisa la rebeldía del reposo y a la evaporación de las formas la afirmación de una materia vivificada por su propia maduración.
En cualquiera de sus variantes, incluso una instalación pasajera o un plano cinematográfico, el bodegón fija las cosas sobre una mesa, un muro, una tela o un rincón, confiriéndoles un último territorio de salvación, un asilo que, a su vez, fija la mirada que las acompaña en su lento e inacabable deterioro, en la ceremonia de un adiós que no parte jamás.

Más allá de que la “naturaleza muerta” haya querido recordarnos el paso del tiempo y la caducidad que aqueja e iguala a todo lo terrestre, y que incluso se haya sofisticado en una modalidad típica del barroco europeo llamada vanitas –con la idea de expresar lo “vano”, es decir, lo hueco de toda acumulación de bienes–; ella misma eligió un lenguaje visual que estaba destinado a contrariar sus fines, puesto que mostrar sobre una superficie de madera o lienzo una serie de objetos, por avejentados o inertes que parezcan en el sarcófago de su penumbra, invita a detener la atención sobre ellas y a fomentar una relación perceptiva que deviene en una inexorable relación afectiva.

Por eso es que en Van Gogh o Cezanne, y aun antes en Caravaggio, la exposición de los objetos deja de señalar la mortalidad inherente a lo encarnado para, por el contrario, presenciar con delectación y hasta ternura, el color, el aspecto y la tactilidad adquiridos durante el tiempo que ha durado el tenue beso de su existencia. Los girasoles de Van Gogh y las manzanas y cebollas de Cezanne constituyen, incluso en su renuncia al hiperrealismo de los maestros holandeses del barroco, una celebración de la vida y, a la vez, la pausa de una caricia sobre la áspera piel de lo doméstico.

Las manzanas de Cezanne son una celebración de la vida, la pausa de una caricia sobre la áspera piel de lo doméstico.
En las fotografías de esta selección de Juan Gil, hay una escenificación fúnebre deliberada. El propio artista confiesa la preparación de sus materiales: deshidratación de limones y granadas, resecado al sol de un libro previamente sumergido en un líquido, el marchitamiento de unas hojas de hierba luisa; además de fósforos quemados, llaves oxidadas o la erosión de una tabla de madera para picar. No se trata, por tanto, de una estética vintage, sino de la expresión consciente de la temporalidad de los útiles cotidianos.
Los resultados son tan espléndidos que aseguran la pervivencia más allá de que los referentes de significación (pergaminos que aluden al saber reunido, fajos de billetes que revelan la riqueza alcanzada, velas que indican la brevedad de la travesía humana) puedan no ser claros para una generación siguiente e, incluso, para otras miradas contemporáneas que ignoren ese diccionario de convenciones propio del género o que, simplemente, aprecien sus composiciones –armoniosas y sugerentes– desde una sensibilidad distinta que apunte no hacia el plano exterior de los significados, sino hacia la sola evidencia de su representación y que, por ello, advierta no solo el envejecimiento de la belleza, sino más aún la belleza intrínseca de todo envejecer.

Sin duda, el corazón siente el aire gélido de la perfección y la codicia que irradia la imagen de productos recién hechos y relucientes que llevan por toda firma los dígitos de un precio; y, más bien, halla más calor entre todo aquello que cuenta una historia, aun cuando entre sus capítulos se pronuncien las pausas de una herida o de la decrepitud.

Lo interesante y, por lo que sé, no calculado en esta muestra es que una sucesión de objetos escogidos remite, por comparación, a una civilización en vías de extinción, de modo que actúa como el ritual de despedida que caracteriza a todo cambio de época, pero también como la puesta en vitrina en la tarea de un piadoso coleccionista o en la de un dedicado museógrafo.

El corazón halla más calor entre las cosas que cuentan una historia, aun cuando entre sus capítulos se pronuncien las pausas de una herida o de la decrepitud.
Cebollas, pimientos, pescados y piezas de pan de un arte culinario ancestral que compite con la vulgaridad del fast food, el “minimalismo” de la comida gourmet y la deconstrucción de los sabores en la cocina molecular; lámparas que delatan a una sociedad no democráticamente electrificada; libros impresos en la era de lo digital; alforjas tejidas, vasijas de barro y cuencos de madera en un tiempo que adora lo sintético y lo impreso en 3D; una ostentosa y antigua cámara fotográfica que miran con desdén los megapíxeles de una cámara de celular; e incluso unas llaves pesadas y herrumbrosas que son ya antigüedades decorativas para la industria del viaje en que predominan las puertas automáticas que se abren y se cierran con el paso de los cuerpos, así como puertas de habitaciones que se franquean con la introducción de tarjetas o el contacto de sensores.

A propósito de llaves, mi imagen preferida es la que lleva por título Las llaves del tiempo. Tres llaves estudiadamente dispuestas que parecen colgar de un costado donde asoma el cuadrante de una porta incienso circular. Formas que, dentro de la mirada, se superponen aludiendo a un reloj analógico donde cada una de las llaves marca el avance de una manecilla, la de los segundos, la de los minutos o la de las horas.

Que sea una llave el puntero que señala el instante que ha de pasar sin remedio –el tiempo como fuga que Goya recogió en su escalofriante pintura Saturno devorando a su hijo– es, maravillosamente, el retrato más exacto de la actitud “abierta”, es decir ávida, receptiva y entusiasta que singulariza a la personalidad del fotógrafo, un hombre que, hasta donde yo conozco, con los rasguños propios de todo trayecto personal, laboral y familiar, declara en su extensa obra fotográfica un cariño por la vida que contradice el estereotipo del artista como un hombre introvertido, atormentado y peleado con la sociedad.

En Juan Gil, entrañable amigo, tan asequible, sencillo, leal y feliz, cada presente es eso, una llave que no lo despoja de lo que ya pasó, sino que le permite acceder a una realidad que no admite distracción ni impasibilidad. Como si saludar a alguien, dar una clase, conversar, probar una comida, caminar solo o acompañado fuera para él ingresar siempre en el territorio deslumbrante de lo inédito y lo irrepetible.

En sus manos, una máquina siempre milagrosa apunta hacia lo que tiene delante en un gesto que no es voraz ni posesivo sino, por el contrario, agradecido con el hecho inexplicable de que lo real tenga también una región visible. Un costado de luz que es, a la vez, una plácida sonrisa y una ventana abierta de par en par en medio de lo existente.

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