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Articulos Filosofía y Teología Opinión

Del capullo del sentir del pueblo cristiano a la flor del dogma de la Inmaculada Concepción

Por: P. José Marco Burga Ludeña
Capellán de la Facultad de Humanidades USAT

Más que profundizar en la doctrina, el privilegio y el dogma mariano de la Inmaculada Concepción, asentados en el corazón del Cristianismo desde sus albores; más que presentar las consecuencias para nuestra vida espiritual de la riqueza de este don de Cristo Redentor a su Madre amadísima y a su Esposa no menos amada, la Iglesia; solo quisiera hacer un poco de historia, tal vez entrando en recovecos y vericuetos y dejando de hecho al margen cuestiones menores, en el espacio que se me permite amablemente. Me he servido, en vistas de este propósito, sobre todo, aunque no en exclusiva, de un manual de Mariología (cf. J. L. BASTERO, María, Madre de Redentor, EUNSA, Pamplona 1995, pp. 233-246), del que he extraído citas textuales, directas e indirectas, y otras tantas referencias bibliográficas.

El arcángel San Gabriel, en el clímax de los tiempos, se asoma pudorosamente “donde estaba María y le dijo: – Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). Ha proclamado la santidad total (panaghia, en griego) de nuestra Madre, que comporta dos aspectos inseparables: la preservación de todo pecado, original y personal (aspecto negativo) y la plenitud de gracia concedida (aspecto positivo). Ese primer aspecto es lo que conocemos bajo el término “Inmaculada Concepción”: concebida sine macula, sin mancha (de pecado).

Si bien el dogma de la Inmaculada Concepción es reciente (siglo XIX), la doctrina es tan antigua como la fe cristiana. No hay textos explícitos en los primeros escritores cristianos. Sin embargo, la base implícita de esta doctrina la encontramos en el paralelismo Eva-María: “Frente a la desobediencia de Eva está la obediencia de María; frente a la infidelidad de Eva está la fidelidad de María; es decir, frente al pecado de Eva está la santidad de María”.

Pertenece al siglo II el evangelio apócrifo titulado: “Protoevangelio de Santiago”. Aquí se encuentra el primer relato de la concepción milagrosa de María. Aunque el texto no tenga autoridad doctrinal, recoge el testimonio de las creencias populares de aquella época. Dicho relato, mencionando una concepción virginal de Santa María (rechazada por los Padres de la Iglesia), abre la puerta para entenderla como una concepción singular, poniendo también los cimientos para la instauración de la fiesta litúrgica de la Concepción de María, celebrada en Oriente desde el siglo VII (con fecha fijada en el calendario bizantino, 9 de diciembre, desde el siglo X, gracias a Basilio II) y, en Occidente, desde el siglo IX. La correlación entre el relato del “Protoevangelio de Santiago” y la fiesta litúrgica de la Concepción de María la explica del siguiente modo el teólogo jesuita Jean Galot: “(…) Una fiesta de la concepción milagrosa de María debería conducir necesariamente a la idea de una concepción perfectamente santa: la piedad cristiana no habría podido soportar el pensamiento de que esta concepción especialmente venerada hubiese estado manchada por el pecado original”. Y así fue, quedando palpable la simbiosis fecunda entre la lex orandi (la liturgia) y la lex credendi (la fe): “La importancia de esta fiesta fue enorme en orden a propagar y robustecer la fe del pueblo cristiano en la Inmaculada Concepción. Esa fe permaneció firme, no obstante las controversias teológicas del periodo siguiente [cf. infra]” (asevera el presbítero jesuita español Cándido Pozo). A partir del siglo XII, la fiesta de la Concepción de María (ora entendida en sentido activo, en relación a Santa Ana; ora en sentido pasivo, en relación a Santa María) adquiere el sentido exacto de celebración festiva de la Concepción Inmaculada de María.

Los Padres de la Iglesia desarrollan abundantemente el argumento de la santidad de María, siempre a partir del parangón Eva-María (colofón de aquel otro entre Adán y Cristo): San Efrén, San Epifanio, San Gregorio Nacianceno. Hubo quienes, anclándose en Orígenes, sostuvieron discordantemente ciertas imperfecciones en María: San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Cirilo de Alejandría, etc. San Agustín (siglos IV-V), en el contexto de su famosa disputa con Julián de Eclana (el más instruido entre los líderes de la herejía pelagiana), esgrime con contundencia su doctrina sobre la gracia, el pecado original y su transmisión por el acto generativo; pero deja sin afirmar, detrás de ciertas respuestas ambiguas al Obispo de Eclana, la Concepción Inmaculada de María. Con todo, expresa un sublime respeto a la piedad popular, que intuye la santidad de la concepción de nuestra Madre. Al parecer, en el panegírico de Teoteknos de Libia (siglos VI-VII), se halla la primera afirmación explícita en torno a la concepción inmaculada de la Virgen María. Luego vendrá San Andrés de Creta (siglos VII-VIII).

En el siglo XII comienza con ardor la controversia teológica sobre la Inmaculada Concepción de Santa María. Unos la niegan: San Anselmo, Pedro Lombardo, San Bernardo, San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, Alejandro de Hales, etc. Algunos, entre estos, sostienen una pronta purificación de María tras su generación en las entrañas de Santa Ana. Dos son los fundamentos esenciales para tal negación: a) la concupiscencia del acto generador mancha necesariamente la carne engendrada y esta mácula contamina al alma cuando se une al cuerpo (se trata de un planteamiento “materialista” de la transmisión del pecado original), y b) la universalidad de la redención es incompatible con la concepción inmaculada de María (si nuestra Madre fuese inmaculada estaría exenta de la redención, al carecer de pecado original y personal).

Otros, en contrapeso, afirman la concepción inmaculada de María. El monje benedictino inglés Eadmero de Canterbury (siglos XI y XII) argumenta de esta guisa: si Dios pudo hacer que nazca algo nuevo entre la “suciedad” de la carne y lo quiso, entonces lo hizo. Este planteamiento por inferencia será asumido, posteriormente, por el fraile franciscano Juan Duns Escoto. Eadmero de Canterbury es consciente de tener una fuerte oposición entre la mayoría de los teólogos de su tiempo; pero, al mismo tiempo, está convencido de que Dios comunica sus verdades más profundas a los pequeños y a los humildes (cf. Mt 11, 25), quienes celebraban la fiesta de la Inmaculada movidos por un entrañable afecto a la Madre de Dios (“sensus fidei fidelium”): “(…) En el tema de la Inmaculada Concepción, la liturgia y la fe popular fueron muy por delante de la teología docta, sirviendo de guía. En su defensa de la Inmaculada, Eadmero puede calificarse como el primer teólogo del medioevo que presta su fuerza argumentativa a esta creencia popular”. El teólogo dominico español Melchor Cano (siglo XVI) indicaba, a tal respecto, que el pueblo de Dios, a la sazón, ni bien escuchaba decir que la Madre de Dios había contraído el pecado original, se sentía “turbado, ofendido, torturado”. La fórmula de la “redención preservativa” de María (es decir: que se le ha evitado contraer el pecado original) fue acuñada por el fraile franciscano inglés Guillermo de Ware (siglos XIII-XIV), maestro de Juan Duns Escoto en Oxford. Quien expone cabal y armoniosamente la tesis “inmaculista” fue el beato escocés Juan Duns Escoto (siglos XIII-XIV), tanto en sus lecciones de Oxford, como en las de París. La presenta primero como probable, después como posible, siempre con modestia. Según él, María no es una excepción a la redención, sino la más perfectamente redimida. No solo en vistas del Redentor, sino por los méritos del mismo Cristo. El fraile franciscano francés Francisco Maironis o Francisco de Mayronis (siglos XIII-XIV), discípulo de Juan Duns Escoto, llevó a su cúspide el famoso argumento “inmaculista” – “potuit, decuit, ergo fecit” –, en defensa del privilegio mariano: “Dios pudo hacer que la Virgen fuese concebida inmaculada; fue conveniente, luego lo hizo”.

La controversia teológica siguió su curso. Las familias religiosas se alinearon a favor o en contra de la doctrina de la Inmaculada Concepción. Se dividieron en “maculistas” (los dominicos) e “inmaculistas” (los franciscanos). Los primeros se ciñeron a la autoridad de Santo Tomás de Aquino. Los últimos dieron resonancia a la propuesta de Juan Duns Escoto. En el siglo XVII se percibe un ardoroso fervor concepcionista. De ahí en adelante, los jesuitas, los franciscanos, los carmelitas, los agustinos y algunos dominicos propugnan la tesis “inmaculista”. Solo los dominicos siguen renuentes.

El Papa Pío IX, en el año 1848, crea una comisión de 19 teólogos para estudiar la doctrina de la Inmaculada Concepción. Ese mismo año forma una comisión de cardenales para analizar la conveniencia de definirla como dogma, los cuales consultan a los obispos de todo el mundo. En la encíclica Ubi Primum, publicada en el a. 1849, pide oficialmente su opinión a todos los obispos del orbe. 603 obispos contestaron. 546 lo hicieron de modo favorable. Pocos se mostraron contrarios. Algunos no creyeron oportuna la declaración dogmática, para no ofender la sensibilidad de los protestantes. Con la bula Ineffabilis Deus, del 8 de diciembre de 1854, se formula el dogma: “Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser, por tanto, firme y constantemente creída por todos los fieles”. Estas palabras son prácticamente las mismas que Alejandro VII utiliza en la bula Sollicitudo omnium ecclesiarum (a. 1661), en la que se determina el sustrato teológico de la fiesta de la Inmaculada Concepción.

Fin de la historia, pero no de la vida. Acaba esta historia, recomienza mi vida en Cristo (en todo semejante a nosotros, menos en el pecado: cf. Heb 4, 15), de la mano de María Inmaculada, sin pecado concebida.

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