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Articulos Filosofía y Teología

El regreso del padre, esperanza de Telémaco

P. José Marco Burga Ludeña

Con San Pablo y con todos los padres en su día doblamos “las rodillas ante el Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 14s.). Celebramos gozosamente la paternidad humana, imagen lívida y participación honorable de la divina, y reflexionamos, a continuación, sobre algunos elementos suyos, positivos y negativos.

La paternidad humana se entiende en sentido biológico o espiritual. Sin duda, la acepción primigenia de la palabra “paternidad” es biológica. Después, puede hablarse de aquella espiritual, en referencia a aquellas personas que, con variadas funciones sociales, la encarnan de un modo u otro: clérigos, profesores, entrenadores, etc. Así, no es padre solo quien fecunda. Por otro lado, no siempre es posible determinar cuál paternidad es más importante, no siendo necesariamente los lazos de sangre los más fuertes en la vida, pues, a veces, aquellos espirituales les superan sobremanera.

En reiteradas ocasiones – lo sabemos tristemente –, la paternidad biológica deja mucho que desear, limitándose al mero acto fisiológico de “engendrar”, sin la asunción de la responsabilidad subsecuente, dejando la impresión de la inexistencia de un “instinto paternal” arraigado universalmente e innato. Abandono “material” de los hijos, demandas por alimentos, pensiones impagas, son solo un botón de muestra. Quisiéramos, con toda el alma, que a la paternidad biológica se una, inextricablemente, la paternidad espiritual, esto es: presencia afectiva y efectiva, acompañamiento educativo, compromiso formativo, compartición de tiempo y espacio que sumen cualidad y cantidad. Y un largo etcétera.

Imploramos para nuestro mundo posmoderno el maridaje entre la paternidad (auctor vitæ) y la autoridad (auctor esse) (cf. J. Correa). No hay auténtica paternidad sin el ejercicio mesurado de la autoridad. Lamentablemente, la autoridad in genere ha entrado en crisis, llevada a cuestas como un lastre o simplemente obviada. La autoridad paterna, inamovible en el pasado, resulta veleidosa en el presente. “La historia camina hacia un rol de padre entendido como compañero” (P. Cordes). Además, “la autoridad simbólica del padre ha perdido peso, se ha eclipsado, ha irreversiblemente tramontado. La dificultad de los padres para sostener la propia función educativa y el conflicto entre las generaciones que de ellos se deriva son conocidos de tiempo y no solo por los psicoanalistas” (M. Recalcati). Con el trasfondo de unos modelos educativos que enarbolan la mera comprensión, la “negociación” cuasi comercial, la autonomía sin parámetros; “en lugar de paternidad, la palabra preferida y de referencia es «fraternidad»” (P. Cordes) o, para complacer ciertos gustos “hipersicologizados”, amistad. No obstante, solo “cuando el padre, en el encuentro con el hijo, sale de sí mismo y acepta su responsabilidad, despierta en él la voz de la paternidad” (idem).

Anhelamos que todo padre de familia conozca a cada uno de sus hijos con hondura y los trate justamente, no con la pretendida y absurda “igualdad aplanadora”, aquella que rezuma a comunismo, donde la “justicia social” se hace “una sola carne” con la “uniformidad social”, devorando el Padre/Estado la individualidad de sus hijos/ciudadanos. Auguramos, asimismo, que tenga el padre, para cada hijo, una forma diversa – única e irrepetible – de acercamiento, educación, corrección; adaptándose a cada carácter, temperamento, complexión, aptitudes, actitudes y limitaciones.

Es preciso discriminar, con suficiente madurez y equilibrio, entre una saludable paternidad y un nocivo paternalismo. Se trata de “educar hijos hacia la libertad y la autonomía y no confundir la sana vinculación con la dependencia infantil. (…) Se debe cultivar el vínculo (…); pero sin crear una dependencia insana” (J. Correa). No es cuestión tanto de querer demasiado, cual río fuera de madre, cuanto de querer bien y en orden, cual canal que lleva el agua justa hacia una tierra feraz, dispuesta a acoger la semilla de la verdad y el aliciente de la autodeterminación.

El acompañamiento que el padre realiza en el proceso de construcción de la identidad del hijo es insustituible. Ello explica el deseo insaciable, atormentado y esperanzado del padre: “El padre es buscado por nosotros, pues él significa apoyo. Él debe ser para nosotros una seguridad ante una eventual amenaza o confusión. (…) Las experiencias donde la paternidad está ausente o es defectiva nos plantean la pregunta de por qué sigue siendo buscada por quien no ha conocido la bondad o el amor del padre” (P. Cordes). Se asoma por doquier e ineluctablemente una “inédita y acuciante demanda de padre” (M. Recalcati). La presencia del padre influye de tal modo en la configuración de la identidad del hijo que, “quien nunca ha conocido ni ha tenido este influjo paterno, tendrá una autoestima limitada” (P. Cordes), entre otros deplorables efectos. No cualquier presencia se requiere, desde luego. Estamos hastiados del llamado “síndrome de la presencia ausente”, evocación – a modo de préstamo terminológico – de lo que implica el abuso tecnológico. Dejamos constancia, de todas maneras, de que no es la mera ausencia física o empírica del padre la que trae consigo conflictos, traumas o disfunciones psíquicas en el hijo; sino, fundamentalmente, su ausencia simbólica o significativa. Y nos preguntamos, para ser aún más precisos: ¿quiénes son esos padres ausentes o deficitarios? Aunque sea doloroso responder, hacemos un elenco de ellos: los “padres undívagos, (…) padres mediocres que han hecho alarde de su mediocridad, (…) padres muertos realmente y padres “muertos” aún jóvenes, padres “comidos” por la madre, padres en perenne competición con el hijo, padres castigadores, etc.” (G. Savio).

Reconocemos, hoy por hoy, una difundida “evaporización” del padre. Esta indica no únicamente “la crisis de los padres reales al ejercer su autoridad, sino, más radicalmente, la disminución de la función orientativa del Ideal en la vida individual o colectiva”. Dicha difuminación significa, por añadidura, ausencia de ley, de respeto, de orden simbólico. Afásico y amnésico, “el padre que debe dar firmeza debe ser afirmado, el padre que salva de la pérdida está perdido, el padre que debe salvar a los propios hijos se transforma en un hijo”. Percibimos, como corolario, una “minoración de la imagen adulta y potente del gran pater familias” de otrora. Frente a este panorama grisáceo se erige el llamado “complejo de Telémaco”, una vez derribado el “complejo de Edipo”: “Telémaco se emancipa de la violencia parricida de Edipo; él busca el padre no como un rival con el cual batirse a muerte, sino como un augurio, una esperanza (…). Si Edipo encarna la tragedia de la transgresión de la Ley, Telémaco encarna aquella de la invocación de la Ley”. El hijo de Ulises y de Penélope “no experimenta al padre como un obstáculo, como el lugar de una Ley hostil a la pulsión, no experimenta el conflicto con el padre. (…) Busca al padre como lugar de una posible Ley justa. (…) Las jóvenes generaciones de hoy asemejan más a Telémaco que a Edipo. Ellas piden que algo haga de padre, (…) solicitan una Ley que pueda reportar un nuevo orden y un nuevo horizonte del mundo”. Pedimos nosotros lo mismo a nuestro Padre del Cielo: que, una vez recuperados la imagen y el rol – la carne y la sangre – insoslayables del padre terreno, puedan resurgir de sus cenizas, en el entramado de nuestra realidad social hodierna, el sentido de la autoridad, de la obediencia, de la ley civil, del ideal moral, del reencuentro intergeneracional. (En este párrafo se cita in toto a M. Recalcati).

¡Feliz día, en Dios Padre, para cada padre!

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