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Homilía USAT por ceremonia de apertura 2019

por: Monseñor Robert Francis Prevost, O.S.A.

 

La fiesta de la Pascua es la celebración más importante de los cristianos.  Este año, tenemos la alegría de inaugurar el nueva año académico dentro de las celebraciones de la octava de Pascua – y la alegría pascual tendría que marcar de alguna manera nuestra Eucaristía esta mañana.

Hoy el evangelio nos presenta la experiencia de los dos discípulos de Emaús, del cual habla el Evangelio de Lucas (Cfr. 24,13-35). Imaginemos la escena: dos hombres caminaban decepcionados, tristes, convencidos de dejar atrás la amargura de un acontecimiento terminado mal. Antes de esa Pascua estaban llenos de entusiasmo: convencidos de que esos días habrían sido decisivos para sus expectativas y para la esperanza de todo el pueblo. Jesús, a quien habían confiado sus vidas, parecía finalmente haber llegado a la batalla decisiva: ahora habría manifestado su poder, después de un largo periodo de preparación y de ocultamiento. Esto era aquello que ellos esperaban, y no fue así.

Aquellos decepcionados de Emaús, que representan a todos los decepcionados de Cristo y de su Iglesia, siempre repiten el mismo esquema. Primero, su profunda decepción es el encuentro con la cruz y con el sufrimiento, que no han podido aceptar y mucho menos entender. Lo único que pueden pensar y decir es aquella palabra que es siempre la misma en todos los decepcionados: Nosotros esperábamos… ¿Esperaban otra cosa distinta de Cristo, de la Iglesia, de su universidad, de su familia, de su vida?  A veces parece que todos los decepcionados de Cristo se instalan en la queja, porque así siempre tienen motivos para no hacer nada.

En el fondo, los decepcionados viven más cómodo; y sobre todo se instalan en el corazón farisaico que todos llevamos dentro, echando en cara a los otros lo que nosotros no vivimos. Es increíble cómo Jesús busca a los que huyen de Él. Sale al encuentro de los que no quieren encontrarse con nadie. Les ayuda a salir de sus decepciones demasiado humanas (en el fondo, para no vivir en el gozo y la alegría del Resucitado).

Al Nosotros esperábamos de todos los encantados con sus decepciones, porque así no hacen nada por cambiar, Jesús les responde que era necesario todo lo sucedido. Nos lo ha recordado la Vigilia Pascual: «Feliz culpa que mereció tal redentor». Era necesario significa lo que nos recuerda san Pablo: «A los que aman a Dios todo les sirve para su bien». Cristo resucitado es la respuesta a todas nuestras decepciones.

Cuando no se acepta la realidad de la cruz, nace en las entrañas un corazón amargado. Sólo se puede salir de esta situación queriendo salir. Las decepciones prueban que el problema está en nosotros, porque el Señor nada les había prometido que no estuviese en el programa, a la hora de seguirle. Los decepcionados, como los de Emaús, no han descubierto que nada se les ha prometido que no sea: Carga con tu cruz, y sígueme. Solamente curarán de sus decepciones cuando hablen tranquilamente con el Señor, en una profunda vida interior (los decepcionados nunca rezan, sólo se contemplan a sí mismos). Mirar al Resucitado hará que el Espíritu Santo estalle en todas sus amarguras y le reconozcan al partir el Pan. La Eucaristía, Cristo vivo y resucitado, es antídoto contra todos nuestros desánimos y decepciones.

Es curioso, pero los de Emaús están siempre en crisis, porque su decepción brota de haber salido del Cenáculo y haber dejado la comunión con la Iglesia. Cuando se encuentran con el Resucitado en el camino de Emaús, vuelven al Cenáculo, a vivir con gozo la comunión con la Iglesia; una por una se disipan todas sus quejas y decepciones. La clave es que han cambiado el Nosotros esperábamos, de todos los decepcionados, por el Era necesario de la afirmación de su fe en el Resucitado.

Y ahora viven totalmente cambiados, por haber vivido el encuentro con Cristo.

El encuentro de Jesús con esos dos discípulos parece ser del todo casual: se parece a uno de los tantos cruces que suceden en la vida. Los dos discípulos caminan pensativos y un desconocido se les une. Es Jesús; pero sus ojos no están en grado de reconocerlo. Y entonces Jesús comienza su “terapia de la esperanza”. Y esto que sucede en este camino es una terapia de la esperanza. ¿Quién lo hace? Jesús.

Jesús les habla sobre todo a través de las Escrituras.  Luego Jesús repite para los dos discípulos el gesto central de toda Eucaristía: toma el pan, lo bendice, lo parte y lo da. ¿En esta serie de gestos, no está quizás toda la historia de Jesús? ¿Y no está, en cada Eucaristía, también el signo de qué cosa debe ser la Iglesia? Jesús nos toma, nos bendice, “parte” nuestra vida – porque no hay amor sin sacrificio – y la ofrece a los demás, la ofrece a todos.

En el encuentro de los dos discípulos con Jesús está todo el destino de la Iglesia. Nos narra que la comunidad cristiana no está encerrada en una ciudad fortificada, sino camina en su ambiente más vital, es decir la calle. Y ahí encuentra a las personas, con sus esperanzas y sus desilusiones, a veces enormes. La Iglesia escucha las historias de todos, para luego ofrecer la Palabra de vida, el testimonio del amor, amor fiel hasta el final. Y entonces el corazón de las personas vuelve a arder de esperanza. Todos nosotros, en nuestra vida, hemos tenido momentos difíciles, oscuros; momentos en los cuales caminábamos tristes, pensativos, sin horizonte, sólo con un muro delante. Y Jesús siempre está junto a nosotros para darnos esperanza, para encender nuestro corazón y decir: “Ve adelante, yo estoy contigo. Ve adelante”

En las palabras del Papa Francisco:  “Dios caminará con nosotros siempre, siempre, incluso en los momentos más dolorosos, también en los momentos más feos, también en los momentos de la derrota: ahí está el Señor. Y esta es nuestra esperanza: vayamos adelante con esta esperanza, porque Él está junto a nosotros caminando con nosotros.”

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