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Meditaciones ante una derrota deportiva

Por: Víctor Hugo Palacios Cruz
Docente de la Facultad de Humanidades USAT

Cuando era pequeñito, sentado a los pies de adultos gigantes, vi el triunfo de la selección peruana de fútbol sobre la de Escocia en el mundial de 1978. Hubo momentos de angustia: el primer gol escocés y el penal que luego nuestro arquero atajó. Pero el resultado favorable, la elegancia de nuestro juego y tres goles exquisitos y memorables sellaron sobre mi pecho para siempre cuatro cosas que se volvieron inseparables: la relación con mi país, la unión familiar, el amor por este deporte y mi noción de la belleza.

Quitarme los nervios de esta pasión –aun dedicado a la vida académica y para colmo a la filosofía– equivaldría a arrancar cables que dejarían sin funcionamiento la persona que creo ser para bien o para mal.

Pero en el camino sobrevienen experiencias que nos transforman. Nada que nos haya ocurrido en el inicio de la vida se pierde jamás, pero tampoco clausura para siempre nuestra personalidad. Casarme y ser papá es algo que ahora me explica y que, más que darme lecciones sabias y elevadas, me modifica cotidianamente y en silencio. Tener una familia propia ha multiplicado mis sentidos de un modo incomprensible

Y así, con ojos distintos me enfrento a todo lo que veo y hago. Por eso, anoche, avanzada la hora y callada mi casa, después del amargo traspié de la selección peruana ante Brasil –atribuible en buena parte a las injustificables omisiones del árbitro principal, en contraste con el desempeño encomiable de los nuestros– mirando los mensajes y estados de redes sociales en mi celular, empecé a sentirme todavía más triste, y no por mi propia tristeza. Me conmovió lo que escribían mis amigos y mis estudiantes de universidad.

Terminé pensando en mi propio hijo, que aún es un bebé y sobre cuyo crecimiento este incidente no dejará el mínimo rastro. Pero fue inevitable preguntarme: “¿qué debería decirle si tuviera más edad y estuviera ahora mismo, encerrado en su cuarto, furioso o desconsolado por culpa de un revés futbolístico?”

Los adultos, peor aún si somos supuestos intelectuales, reconocemos que es más fácil juzgar las situaciones que no nos tocan directamente, y que, en cambio, nos cuesta percibir lo que tenemos tan cerca. La palabra viene presurosa cuando un adolescente universitario nos pide consejo, y en cambio titubea cuando queremos hablar con alguien cuya vida nos concierne mucho más.

El caso es que decidí, qué locura, encarar el problema. Y grabé un audio con un mensaje para mis alumnos diciéndoles lo que imaginaba que debía decirle a mi hijo si tuviera la edad de todos ellos.

Muchachos, dentro de sus limitaciones frente a un cuadro individualmente superior, Perú jugó realmente bien, por encima de las expectativas. Nuestro orden colectivo, la entrega física de cada integrante y nuestros goles, daban alas al sueño de obtener un triunfo o cuando menos un empate nada despreciable frente a un rival como Brasil. Pero que el árbitro Bascuñán no decidiera revisar en el VAR un golpe a uno de los nuestros y las dos jugadas de penal que cobró a favor de los brasileños, nos ha metido en el cuerpo una daga de acero y afilada que costará sacarnos por un tiempo.

Habríamos tolerado mejor una derrota si el desempeño de los nuestros hubiera sido inferior. Pero justamente el hecho de verlos tan cooperativos, eficientes y denodados, siguiendo puntualmente las órdenes de su entrenador, es lo que nos ha dejado rotos y abatidos.

El entrenador argentino Marcelo Bielsa dijo una vez que “en la vida la victoria no es lo común, mayormente los seres humanos nos esforzamos y luchamos”. ¿Se han dado cuenta, muchachos –decía–, que, efectivamente, puede pasar que hagamos las cosas muy bien y que finalmente ellas no salgan bien? No es una crueldad del destino, créanme.

Vivimos y actuamos en el mundo, y existen variables sobre las que no tenemos ninguna clase de poder. Un mal arbitraje en este caso. Allá afuera de nuestros tesones e ilusiones, no hay solo oponentes, hay también azares, accidentes y desgracias repentinas que pueden dejarnos con los crespos hechos y arrebatarnos el gozo inminente, el triunfo que parecía tan lógico.

Pero, fíjense, ahora la mirada periodística de todos los medios analiza nuestra caída y mira a cualquier parte menos a nuestra propia selección. Hablan de mala fortuna y del árbitro, por supuesto, pero no de nuestra camiseta que luego de cien minutos de juego ha quedado blanca e impoluta de valentía e integridad, esa banda roja como un rastro de sangre, el de la fatiga más noble que experimenta el ser humano cuando se consume a sí mismo por una causa común y superior a sus caprichos. Esta es la diferencia que debería no sé si confortarnos, o extirparnos la ira a la que no obstante tenemos derecho por ahora. Hay verdades que se toman un tiempo para aparecer.

Por otra parte, el trayecto de las Eliminatorias al próximo mundial es extenso, apenas empezamos. Quién sabe si la pesadilla de anoche se convierta más tarde en la herida de combate que hará bella y humana la llegada a la meta. ¿Acaso mirando hacia atrás no sentimos orgullo de los golpes de los cuales después nos levantamos?

Puede leer el texto completo en https://bit.ly/2SVq15q

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