¿Qué rasgos de nuestra sociedad ha sacudido la experiencia de una pandemia aún en marcha?
Docente de Filosofía USAT
El sistema industrial, el ímpetu del mercado y el poder de Internet han impreso en nuestras mentes, en connivencia con la publicidad y hasta con la educación, la dudosa convicción de que estamos obligados al máximo rendimiento en todas las facetas de la vida y a mostrar un ánimo siempre sonriente e imbatible. Un tiránico paradigma de perfección y productividad que ha vuelto inaceptables el error y el fracaso, así como amarga nuestra todavía insumisa condición mortal.
Y resulta que un enemigo ridículamente microscópico vino a golpear el orgullo de ese ser triunfal e indestructible que no somos.
Asimismo, esta pandemia nos ha sorprendido no como sociedad, sino como una suma de intereses particulares e inconexos; no como una red de solidaridades sino como un campo donde varios capitales compiten ferozmente ante una tribuna que aplaude al que llega primero sin que cuente cómo lo haya conseguido.
Nuestra búsqueda de una vacuna no es una concurrencia internacional de esfuerzos y talentos puestos en un único plan, a fin de obtener un resultado que sea luego de acceso universal, sino una vergonzosa carrera de proyectos lucrativos cuyos frutos irán de inmediato a los Estados más ricos y a los sectores sociales más aventajados.
Esta enfermedad global ha recusado nuestra imagen de seres distintos de la naturaleza, superiores y, por tanto, “superpuestos” a la terrenalidad e inmunes a sus fenómenos. Cuando ocurre que solo mirándonos como insertos en una totalidad incluso cósmica entendemos, primero, de qué modo nos alcanzan las transformaciones de la materia y, segundo, cómo su destino nos concierne e involucra.
Es el desprecio de la carne, que partió del dualismo de la filosofía de Descartes y del mecanicismo de su tiempo, lo que explica nuestro arrogante distanciamiento de la naturaleza, ese gran cuerpo que nos sostiene y que también somos. Sobre la degradación de lo corpóreo se irguió la vanidad metafísica que nos dio licencia para saquear la Tierra y manosear sus entrañas sin restricciones ni reparos.
Por último, la propagación de la pandemia ha demolido la confianza que poníamos en nuestra presuntamente eficaz organización de la sociedad y la economía.
Las filosofías que pretendían explicarlo todo, y aun predecir el futuro, por medio de sofisticadas teorías –el idealismo hegeliano, el marxismo, el positivismo–, inspiraron luego los nacionalismos que, en el curso de dos guerras mundiales, infestaron una Europa en cuyo rostro ensangrentado fue ya imposible reconocer el optimismo humanista e ilustrado. Y dijimos adiós para siempre a la fe en la virtud civilizadora de la cultura.
Con la caída del muro de Berlín, cayó el último gran sistema que se jactaba de explicar y dominar tanto las estrellas del cielo cuanto la existencia de la gente común.
Sin embargo, de todo aquello quedó el residuo de una ciencia más modesta en su especialización, pero no menos altanera y sobre todo despectiva con las humanidades, en el supuesto de que solo lo numérico, experimentable y utilitario dignifican la investigación. De modo que por su rentabilidad, solo estas disciplinas merecen el prestigio y el aliento financiero en desmedro de la literatura, la historia, el arte y la filosofía, que tienen en común lo que más urge justo ahora: el cuestionamiento del rumbo de las cosas.
De esta mentalidad proviene nuestra adicción a la certeza y la hostilidad hacia la duda. Incluso “ignorante” es un insulto corriente, y nos llamamos homo sapiens cuando en realidad –como esta crisis sanitaria nos ha vuelto a recordar– nunca dejamos de ser aprendices a los pies de lo inmenso y lo desconocido.
Este artículo es una parte de la conferencia “Nuestra visión del mundo después de la pandemia”, brindada por el autor recientemente y cuyo texto completo se puede leer aquí: https://bit.ly/33PrOOo