¿Qué tenemos que hacer en este domingo electoral?
Docente de la Facultad de Humanidades USAT
Seguros de acercarnos a una pesadilla dominical, soñamos con cerrar los ojos el sábado por la noche y abrirlos al día siguiente delante de una cartilla de votación, en la cámara secreta de cartón, con un elenco de honorables postulantes con los que guardemos, a lo sumo, discrepancias ideológicas, pero no –como en realidad ocurre– discrepancias éticas profundas, miedos y repudios viscerales.
Pero, en verdad, el ciudadano que espera esa magia del último instante se parece al estudiante que no preparó su examen a tiempo o al futbolista que no entrenó lo necesario y que miran suplicantes la estampita en el rincón hacia el que nunca miraron excepto ahora cuando es demasiado tarde.
Porque, en efecto, si algo hay que aprender de esta anticipada frustración es que nuestro lamento electoral es de nuevo muy tardío. Porque recaemos en el error de creer que un proceso electoral es el punto de partida de una nueva etapa de la historia, cuando se trata más bien del punto de llegada de una serie de omisiones y apatías cometidas a lo largo de innumerables años.
¿Será cierto que cada población tiene el gobernante o los candidatos a presidente que ella se merece? Insisto, ¿nuestros dieciocho candidatos son esencialmente personas distintas del peruano común de tantos vicios públicos, del interés particular exacerbado y de una clamorosa indolencia por el bien común?
Como decía Alexis de Tocqueville allá en el siglo XIX, el funcionamiento de un régimen democrático requiere de instituciones democráticas, pero sobre todo de costumbres que también lo sean. Y yo no estoy seguro de que en nuestra rutina ciudadana abunden precisamente estas conductas. La reacción agresiva contra el que vota distinto, que ha provocado altercados explosivos en las redes sociales, es una prueba de que no terminamos de habituarnos a ver en nuestras diferencias no un motivo de encono, sino una oportunidad para conversar y ponernos de acuerdo. No terminamos de confiar en la libertad del otro, y en el poder de la palabra y la argumentación para llegar a adoptar decisiones compartidas. Nos cuesta, en suma, vivir juntos.
Como dice el politólogo Alberto Vergara, la irrupción de candidaturas radicalizadas o extremistas no es una casualidad o un accidente, puesto que cuando se acumula el cansancio por los continuos fracasos políticos, “la gente está más dispuesta a lanzarse al vacío”.
El detalle es que ese fracaso no es solo el de nuestros políticos y el de la inexistencia de verdaderas formaciones políticas, en lugar de las cuales solo hay etiquetas electorales bajo las cuales se agazapan los peores prontuarios y codicias. Es también el fracaso de toda una ciudadanía que prefiere esperar el advenimiento del candidato o la candidata providenciales, en lugar de tomar la iniciativa de una legítima asociación partidaria y la participación política desde el nivel más elemental, el del barrio, el del comité de vecinos de una cuadra o un edificio, por ejemplo.
Llevamos ya tanto tiempo inculcando en nuestros estudiantes la idea de que deben perseguir a cualquier costo el éxito profesional, en lugar de esmerarnos en que ese rumbo libre y personal vaya de la mano inseparablemente de una contribución a la comunidad a la que, además, deberán cada uno de sus triunfos. Nos enorgullece que nuestros hijos traigan la buena nota de un examen, una medalla deportiva o artística, antes que ver en ellos la manifestación de una virtud solidaria o una aptitud cooperativa.
¿Por qué tanta desesperanza cada vez en las elecciones presidenciales, y también en las parlamentarias, regionales y municipales? Sencillamente porque la gente más valiosa y recta entre nosotros ha sido educada para sobresalir, pero no para servir. Y cuando el conjunto de los ciudadanos se encierran en sus asuntos particulares, el bien común queda expuesto a los rapaces y a los advenedizos. Doy fe, como profesor universitario, de que no hay enseñanza escolar o superior que pueda hacer surgir de la nada en el alma de los muchachos una vocación cívica cuya raíz es definitivamente familiar y cotidiana.
No es una fatalidad este destino aciago del país. Sucede que la patria no existe excepto cuando hay desfiles, aniversarios y competiciones deportivas. Nos fascinan más los símbolos que todo lo que ellos simbolizan. ¿Existe mi cuadra, mi ciudad, existe el Perú en cada uno de mis encuentros con los otros y en el más corriente desempeño laboral?
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