Articulos Filosofía y Teología Opinión
Semana Santa tiempo de oración, gratitud, perdón y reconciliación
P. FABIÁN VALLEJOS MALCA
Capellán de la Facultad de Ciencias Empresariales USAT
Nuestra salvación procede de la iniciativa del amor de Dios
hacia nosotros porque «Él nos amó y nos envió a su Hijo
como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10).
Cada año, nos preparamos para vivir un tiempo que nos acerca a la humanidad y la divinidad de Jesús nuestro Dios Redentor, hermano y amigo. Para vivir la Semana Santa, debemos darle a Dios el primer lugar y participar en toda la riqueza de las celebraciones propias de este tiempo litúrgico. Esta semana comienza con el Domingo de Ramos y termina con el Domingo de Pascua.
Por su obediencia amorosa a su Padre, «hasta la muerte de cruz» (Flp 2, 8), Jesús cumplió la misión expiatoria (cf. Is 53, 10) del Siervo doliente que «justifica a muchos cargando con las culpas de ellos» (Is 53, 11; cf. Rm 5, 19). «Esta es la única verdadera escala del paraíso; fuera de la Cruz no hay otra por donde subir al cielo» (Santa Rosa de Lima, cf. P. Hansen, Vita mirabilis, Lovaina, 1668)
La doctrina cristiana nos ilustra el acontecimiento más grande de la humanidad: Jesús, el Hijo de Dios se hace hombre para ofrendar su propia vida por el perdón de los pecados de la humanidad. Jesús se ofreció libremente por nuestra salvación. Este don lo significa y lo realiza por anticipado durante la última cena: «Este es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros» (Lc 22, 19).
La Semana Santa fue la última semana de Cristo en la tierra. Su Resurrección nos recuerda que los hombres fuimos creados para vivir eternamente junto a Dios. El sepulcro vacío y las vendas en el suelo significan por sí mismas que el cuerpo de Cristo ha escapado por el poder de Dios de las ataduras de la muerte y de la corrupción. Preparan a los discípulos para su encuentro con el Resucitado.
La fe en la Resurrección tiene por objeto un acontecimiento a la vez históricamente atestiguado por los discípulos que se encontraron realmente con el Resucitado, y misteriosamente transcendente en cuanto entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios.
Nuestra salvación procede de la iniciativa del amor de Dios hacia nosotros porque «Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). «En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2 Co 5, 19).
Vivamos cada día de la Semana Mayor del mundo Católico, bajo los signos que nos hacen uno con Cristo: el Domingo de Ramos, con su entrada triunfal a Jerusalén que lo aclama como el Rey de reyes; el Jueves Santo, uniéndonos alrededor de la mesa para actualizar la última cena, la institución del sacerdocio y el mandato de la caridad; el Viernes Santo, sumidos en la reflexión y la penitencia, conmemoramos la pasión y muerte de Cristo, con ayuno y abstinencia; asimismo, oramos en Sábado santo, participando de la vigilia pascual; para amanecer del Domingo y celebrar el gozo de que Cristo Resucitado, Vive y reina para todos nosotros.
Algunas recomendaciones para vivir mejor la semana santa:
Actitud cristiana en la semana santa, es decir, cada cristiano deber ser como Cristo que vive en carne propia la pasión muerte y resurrección en su ´propia vida y así logra su salvación eterna.
En silencio meditar y contemplar los misterios de la Redención y Resurrección de Cristo.
Mirar a Cristo en el prójimo y ayudarle por caridad en sus necesidades espirituales y corporales.
Recibir el perdón de Dios haciendo una buena confesión.
Comulgar por pascua de Resurrección, como nos indica nuestra Iglesia Católica.
Practicar el ayuno y la limosna con generosidad de corazón.
Orar con María para fortalecer la fe y la esperanza en la vida eterna.
El auténtico sentido del dolor, sufrimiento y de la muerte lo ha revelado Cristo con su muerte y resurrección. Vivamos siempre y especialmente durante la semana santa, con fe y esperanza en Cristo vivo, resucitado, que nos sigue diciendo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (cfr. 11,25)